Desde
mediados del siglo XVII la selva se empezó a poblar nuevamente por indígenas
provenientes del sur de Tabasco y Campeche; tzeltales, tojolobales, quizá
mezclados con lacandones, etc., a estos nuevos colonizadores se les ha
identificado erróneamente como lacandones.
Radicalmente
opuesto a la visión de estos indígenas caribes estaba el sueño de los
criollos y mestizos que a mediados del siglo XIX descubrieron la selva lacandona
como una mina de extracción forestal.
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Los
madereros de Tabasco, al agotarse las reservas de caoba y cedro en su propio
estado, dirigieron su mirada hacía la cuenca aún virgen del Usumacinta
superior, aprovechando las crecientes de los ríos como vías de transporte.
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Fue
el comerciante tabasqueño Felipe Marín quien en 1859 hizo el experimento;
arrojó 72 troncos al río Lacantún y pudo recuperar 70, corriente abajo, en
Tenosique. Una
década después aparecieron las primeras montarías en las orillas de los ríos
Lacantún, Pasión y Usumacinta.
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Fue
así como desde 1870 hasta 1913 la selva lacandona produjo ese "oro
verde" en que se convirtió la madera preciosa para unas cuantas empresas
de Villahermosa y sus poderosos socios en Alemania, Inglaterra y Estados Unidos
de Norteamérica.
A
finales de siglo XIX dichas empresas celebraron con el Gobierno Federal
contratos de explotación de los terrenos que hasta habían trabajado con
permisos locales.
A
principios de siglo XIX transformaron esas concesiones en propiedad
particular, al aceptar la invitación del gobierno para deslindar y,
posteriormente, comprar sus latifundios forestales.
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